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  • Foto del escritorJuancho Parada

Justicia para mi convalidación

Uno nunca deja de sorprenderse cuando se trata de tocar fondo en esta sociedad. La impasibilidad estatal, el clamor de unos ciudadanos, la apatía de otros y los actos desesperados de muchos que solo encuentran en las medidas extremas una forma de ser escuchados.




Así como ocurre en Buenaventura, cuyos habitantes llegaron al límite de su paciencia por la desidia gubernamental, en otros ámbitos escaló la imagen del médico Juan Pablo Ovalle, un profesional egresado de una universidad pública, especializado en el exterior con sacrificios, quien tomó la decisión de venir a su país con la intención de ser útil y aplicar sus conocimientos por el bienestar de otros que quizás no se lo agradezcan.


Todas sus intenciones se encontraron con un muro infranqueable: un farragoso proceso al interior del Ministerio de Educación que le negó su requerimiento para convalidar su especialidad médica. Recorrió los recursos habilitados por la ley con angustiante paciencia: derechos de petición, tutelas… Alzó la voz, seguro perdió el control, pues no podía dar crédito a la escueta respuesta de la entidad que daba al traste con su oportunidad de trabajar en el país y, desde luego, mejorar sus condiciones de vida. Eso no es un delito hasta donde conozco. La envidia y la injusticia, en cambio, sí que cumplen todas las condiciones para figurar en el Código Penal.


Pasaron 22 días hasta el viernes anterior, donde Juan Pablo escuchó la respuesta que deseaba. Pero para llegar a ella prácticamente tuvo que poner en riesgo su propia vida. Vaya ironía: un médico que voluntariamente decide morirse de hambre con tal de sacudir al estamento. ¿Esa es la dignidad que enseñan en la academia? Si estuviéramos en el siglo XIX sería más comprensible. Queda constancia: las peores costumbres son las que mejor se adaptan al paso del tiempo.


No entiendo bien si es que hay un tinglado de intereses al momento de presentar una convalidación, si hay acuerdos invisibles para forzar al colombiano a estudiar en su país y gastar fortunas en postgrados, condenándolos a pagar por ellos mes a mes como si se tratara de una vivienda. Lo que he comprobado desde que conté mi historia y conocí la de cientos de compatriotas más, enfrascados en demandas, papeleos y solicitudes que se dilatan en el tiempo, es que no solo se trata de “errores” al no fijarse bien en los requisitos para estudiar en el exterior. Lo triste de todo esto es que, por las condiciones actuales heredades de la pandemia, las fuentes más atractivas de trabajo se encuentran en el sector público, el mismo que nos restriega en la cara su exigencia de contar con un título convalidado cuando es el caso, sea que le importe o no si fue obtenido con esfuerzos o con un golpe de suerte.


Si bien la preocupación por la legalidad de las formaciones efectuadas fuera del país reviste de toda la importancia, lo que resulta indignante y susceptible de toda sospecha es el constante cambio de las reglas de juego sobre este procedimiento, que parece una melodía al compás de alguna fuerza que encontró en las convalidaciones una manera de desplegar su influencia para su propio beneficio. De otro modo no se explica la falta de claridad sobre el criterio normativo que debe aplicarse, la clase de profesionales que integran la CONACES (cuya selección ha quedado en tela de juicio) y la escasa alineación con entidades del sector como el ICETEX, que ofrece varias becas en diversas modalidades con instituciones extranjeras cuyas titulaciones no son convalidables, pero están allí para el placer de los que aman vigilar que alguien “haga algo”, así no sea lo indicado.


El caso de Juan Pablo, aún con toda su valentía, no es que deba convertirse en un ejemplo. ¿De qué sirve fomentar el diálogo y la sana discusión para mejorar lo que no funciona si nos encanta que nada cambie? En ese caso, ¿debemos acudir en masa a flagelarnos, prendernos fuego o tomar por asalto las instituciones para conseguir el más mínimo respeto por nuestra humanidad? Esta es una oportunidad de oro para el Estado colombiano, para que restablezca del mejor modo posible la fe en los ciudadanos que cobija. No solo hablo de un trámite costoso o de un castigo por haber escogido una mejor perspectiva fuera de este territorio. Es –y nuevamente lo afirmo- respeto.

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